Estaba la muerte un día, sentada en un peñasco, conversando con un pequeño niño. Vaya usted a saber qué platicaban pero no pude evitar sentir fascinación por semejante escena complementada con los comentarios de la gente que pasaban cerca y luego huían horrorizados.
-¡Alguien que salve a ese niño!
-¡Dios Santo! ¡Ten misericordia de ese pobre infante!
¡Muerte querida! ¡Llévame a mí en su lugar! ¡Tiene toda una vida por delante!
Uno a uno pasaban, y de la misma forma corrían.
¿Pobre niño? Yo le veo muy alegre. Sonriendo y jugando con la muerte, le tomaba la mano y la abrazaba.
La inocencia de un niño.
Se acerca a mí, curioso de saber porqué la gente se asusta.
El cuerpo no es tan eterno como el alma. Y cuando llega el momento justo, es hora de dejar nuestra vida y abrazar la muerte, que nos llevará a un mejor lugar para el deleite de nuestro espíritu.
¿Qué te dijo la muerte, niño?
¿Qué te tiene tan feliz?
-Veré de nuevo a mi mamita! Y mi abuelo quiere conocerme! Sé que me echarán de menos aquí pero me han dicho que pronto vendrán a encontrarme también! Dice la muerte que allá no existe el tiempo y los días son muy divertidos y felices.
¡Pero qué niño tan hermoso!
Aún no ha crecido lo suficiente para olvidar a su Creador.
Aún su alma no ha albergado rencor ni a tenido que mentirle a alguien para ocultar su mal cometido.
Aún lleva en su memoria el recuerdo de un lugar maravilloso, lejos de este mundo tan terrenal y doloroso.
¿Cómo llegar al cielo sin que la muerte pueda llevarnos?
Muchas cosas aprendí ese día. Y gracias a ese niño el dolor de mi cáncer desapareció. Le di la mano a la muerte, la abracé contra mi alma y dejé que la luz de Dios me guiara.
Hoy descanso con el único deseo de esperar a que estés conmigo una vez más. No como antes, sino mejor. Viajando juntos sobre la eternidad.
Ya el tiempo no importa, puede más la esperanza, y el anhelo de verte de nuevo.
Nos veremos pronto!
Por ahora, no me olvides!
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